Luis F Marcano González
El caso del SIEMA es ilustrativo de las potencialidades de la línea de estructuras metálicas en la construcción de edificaciones en el país. Este sistema tuvo su origen en un proyecto de transferencia de tecnología iniciado en 1978 con el Clasp Development Group. Este grupo inglés había desarrollado un sistema para la construcción de escuelas y el cual era utilizado por las municipalidades de Gran Bretaña en forma exitosa. Se realizó un proyecto entre el IDEC y el Clasp con apoyo del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICIT) y se entregaron los resultados a la Fundación de Edificaciones y Dotaciones Educativas (FEDE). Uno de los resultados de ese proyecto fue, entre otros, el SIEMA (llamado inicialmente VEN UNO) para la construcción de escuelas en el país (CONICIT IDEC CLASP, 1984). Múltiples factores impidieron la propagación masiva de su uso. En realidad, pocas fueron las escuelas construidas con ese sistema. No es el caso analizar aquí las causas de ello. Ya Roffé (1986), en términos generales, lo ha hecho con bastante lucidez.
Más adelante, desde el IDEC, se realizaron distintos proyectos con el SIEMA. Pero sólo cuando se pudo afrontar un proyecto en toda su dimensión y controlar las variables de su producción, fue que se alcanzó un dominio mayor de la tecnología y, por supuesto se pudo pensar en su transferencia de manera más fluida. Esta fue, tal vez, la causa más importante de la poca difusión señalada: no se transfirió la tecnología con todas sus implicaciones, se creyó que en el proyecto se decía todo. No obstante otra oportunidad se presentó luego de haber proyectado y construido en tiempo récord (10 meses y medio) la sede del Instituto de Ingeniería (casi 4000 metros cuadrados de construcción). Una firma de consultoría, filial de uno de los grupos privados más importantes del país (CORIMON) se interesó en obtener la licencia de use de esta tecnología. Fue en realidad el primer convenio de licencia de tecnología realizado desde la UCV.
El hito en sí no deja de ser importante. La universidad comenzaba, tal vez sin saberlo conscientemente, a asumir la tecnología en la real dimensión social que ha alcanzado hoy día. Ya no era sólo la contribución de la investigación a los problemas colectivos como la salud, en los cuales sentía justificada su acción. Ahora podía negociar con las empresas productoras de bienes y servicios con más madurez. Tenía el conocimiento de cómo hacerlo y ello tenía un valor. Era justo, entonces, convenir con las empresas en los mismos términos que éstas estaban acostumbradas hacerlo con sus proveedores naturales de tecnología. Y así se hizo.
La experiencia del SIEMA arroja muchas enseñanzas. La más importante de ellas es la necesidad de afrontar el proceso de desarrollo de tecnología hasta el final. En los medios académicos acostumbramos a quedarnos a mitad de camino. Nos conformamos con la idea y a lo sumo llegamos al prototipo. Pero la característica esencial de la tecnología es que está ligada estrechamente a la producción. La teoría es sólo el sustento de los principios científicos (y de otra clase) que le dan origen. No existe tecnología teórica. No hay manera de producir bienes y servicios sin demostrar como se hacen técnica y económicamente. Son pocos los investigadores los que comprenden esta verdad casi de Perogrullo. La mayoría piensa que sus magnificas ideas para resolver problemas no tienen que pasar por la dura prueba de demostrar sus excelencias en la práctica. Para fortuna, en el caso del SIEMA, quienes participaron del largo proceso no cejaron en su empeño: demostraron que sí era posible hacerlo desde el medio académico y con éxito. Por supuesto, haber contado con un instrumento como la empresa TECNIDEC facilitó mucho las cosas. Se había aprendido el lenguaje de los empresarios y a percibir sus necesidades. Teníamos una ventana poderosa hacia el entorno.